«El Paisaje Pintado» es un libro sobre la evolución de nuestra mirada sobre el paisaje a lo largo de la Historia. Escrito por el catedrático Pedro García Martín, de la Universidad Autónoma de Madrid, está ilustrado con una selección de acuarlas mías.

El Paisaje Pintado
El Paisaje Pintado

Prólogo de El Paisaje Pintado, de José Mª Micó

Bien mirado, el paisaje es lo único que tenemos. Dicen que el gran escritor alemán Johann Wolfgang von Goethe, en su lecho de muerte, pidió “luz, más luz”. La pidió, o tal vez empezó a verla, de manera que su frase postrera, que constituye un poema místico perfecto, no parece tanto la despedida de un mundo visible que se escapaba
cuanto la esperanza de un paisaje nuevo, bello y eterno que se intuía o anhelaba. La colisión armónica entre lo que los ojos ven, lo que el deseo siente y lo que el paisaje significa (primariamente nada, idealmente todo) es uno de los grandes misterios de nuestra condición y uno de los temas principales de nuestra historia cultural. Sin embargo, los estudios humanísticos suelen llevarnos por los senderos trillados de la especialidad académica o de la monografía histórica, filosófica, literaria o artística, descuidando abordajes interdisciplinares y panoramas de conjunto —como el que ahora tiene el lector en las manos— sobre asuntos que, por su condición transversal, son los que de verdad nos ayudan a comprender los complejos procesos de la mente humana y la cambiante configuración de la sociedad a lo largo del tiempo…

José María Micó
Catedrático de Literatura, poeta y traductor

ESPEJISMO Y ESPEJO

Bien mirado, el paisaje es lo único que tenemos. Dicen que el gran escritor
alemán Johann Wolfgang von Goethe, en su lecho de muerte, pidió “luz,
más luz”. La pidió, o tal vez empezó a verla, de manera que su frase
postrera, que constituye un poema místico perfecto, no parece tanto la
despedida de un mundo visible que se escapaba cuanto la esperanza de un
paisaje nuevo, bello y eterno que se intuía o anhelaba. La colisión armónica
entre lo que los ojos ven, lo que el deseo siente y lo que el paisaje significa
(primariamente nada, idealmente todo) es uno de los grandes misterios de
nuestra condición y uno de los temas principales de nuestra historia
cultural. Sin embargo, los estudios humanísticos suelen llevarnos por los
senderos trillados de la especialidad académica o de la monografía
histórica, filosófica, literaria o artística, descuidando abordajes
interdisciplinares y panoramas de conjunto —como el que ahora tiene el
lector en las manos— sobre asuntos que, por su condición transversal, son
los que de verdad nos ayudan a comprender los complejos procesos de la
mente humana y la cambiante configuración de la sociedad a lo largo del
tiempo.
Toda visión, aunque sea la de un objeto sencillo, es una experiencia
que se transforma y nos transforma, como el zarandeado baciyelmo creado
por el habla de Sancho Panza y definido por la sentencia de don Quijote:
“eso que a ti te parece bacía de barbero me parece a mí el yelmo de
Mambrino y a otro le parecerá otra cosa”. Sucede con las nubes que vemos
a diario y captamos con nuestros objetivos, como si su esencia no fuese la
de parecer otra cosa: desde el balcón de casa les buscamos una forma
reconocible, a veces nos sorprenden sus matices y nos preocupa su
velocidad, pero tienen otra consistencia, y por tanto otro significado,
cuando las vemos por una ventanilla y las atravesamos en vuelo comercial.
Intenté expresarlo en uno de mis Fósiles:
Erguidos en el fondo del paisaje,
los árboles ofrecen
una falsa impresión de permanencia.
Donde dije árboles podría haber dicho nubes o rascacielos, pues no hay
nada más dinámico que el instante capturado en la imagen de un paisaje, y
no sólo porque insinúe el movimiento de las aguas o las ramas, sino porque
en la solidez de las construcciones y en la perfección de los jardines laten
también, aunque no las veamos, las inquietudes de sus habitantes y

transeúntes. Son prodigios de la naturaleza, maravillas del pasado y del
presente que esconden lecciones de geografía y de historia. Sabemos que
en otra era geológica no existían e ignoramos lo que el futuro les depara.
Escribo en los días en que las pantallas de nuestros televisores nos ofrecen
el paisaje arrasado de las ciudades de Ucrania, como hace unos años
contemplábamos las ruinas de Siria y era imposible no recordar la
admiración de los paladines cristianos que iban camino de Damasco,
expresada en los versos de la narración caballeresca de Ludovico Ariosto:
“dejando atrás Aleppo, rica y próspera”. No hay que remontarse a las
glaciaciones ni culpar a los meteoritos: también el hombre es capaz de
crear un paisaje de destrucción, y el camino que conduce del horror a la
belleza es de doble sentido y nos exige un esfuerzo de responsabilidad
intelectual y de consciente nostalgia.
En ese esfuerzo nos ayuda y nos alecciona El paisaje pintado de
Pedro García Martín y Joaquín González Dorao, que es el feliz resultado de
una idea brillante: combinar la erudición del historiador, cuyo dominio del
tema se ha demostrado en importantes trabajos, con la capacidad artística
del pintor, quien, sin descuidar el carácter documental de las imágenes,
ofrece sobre todo un testimonio creativo, un modo original de dar nueva
vida a paisajes que en los libros ilustrados al uso son poco más que una
sucesión de instantáneas. Ese doble rigor, histórico y artístico, nos revela
una gran verdad: que el paisaje está hecho de tiempo. Para comprenderlo
basta imaginar las horas de estudio del escritor y los movimientos de la
mano del artista: una dedicación generosa que parece reproducir a escala el
esfuerzo de la humanidad por dotarse de paisajes admirables y habitables.
Hemos alzado templos desmesurados, construido ciudades ideales y
cultivado jardines deliciosos para minimizar la pérdida de todos los
paraísos, y con ello hemos ido enlazando los logros de muchas
civilizaciones que confluyen en una, porque han acabado compartiendo el
mismo espacio, del homo sapiens al humano que, como escribe Pedro
García Martín, “apoltronado en un sofá, ha pasado a viajar sin fatigas por
paisajes virtuales”.
El paisaje se ofrece a la contemplación del observador, que debe
completar su significado, y no hay mejor ejemplo de observación que la del
poeta romántico Giacomo Leopardi, quien, sentado en el jardín de su casa
en Recanati, abrió los ojos de la imaginación para describir lo que
distinguía más allá del seto que limitaba su visión: interminables espacios
de un infinito mar simbólico sin más frontera que el propio pensamiento.

E il naufragar m’è dolce in questo mare.

Los autores de El paisaje pintado nos explican y nos ponen ante los ojos lo
que hierve en la mirada y en la memoria, en el poso de nuestra cultura

general o en el pozo sin fondo de nuestro asombro. Como dice otro experto
en la materia, Eduardo Martínez de Pisón, “El paisaje es un lugar y su
imagen. Es a la vez una figuración y una configuración. Esta última se
compone de elementos y partes, de objetos, de unidades de paisaje y de
asociaciones de unidades que son objetivamente definibles y
cartografiables”. Si el mapa o el inventario son atentos y exhaustivos, como
ocurre en estas páginas, tanto el lugar como su imagen se combinan para
que comprendamos cómo nació y evolucionó la conciencia del paisaje, algo
que tal vez nos defina como humanos mejor que otros hallazgos, logros e
invenciones que hemos aprendido a gestionar colectivamente.
Todo esto nos lo ofrecen los autores en el pequeño cofre de un libro
“a misura d’uomo”, como dicen los italianos. Para ponderar su contenido
me tentaba la posibilidad de enumerar caóticamente, al hilo del recuerdo y
al modo de El Aleph borgiano, las muchas cosas que encontrará el lector en
estas páginas, pero una simple e incompleta ordenación alfabética da por sí
misma la idea de que aquí se hallará, “cosido con amor en un volumen” (el
verso es de Dante), lo mucho que el mundo en el que vivimos nos ofrece
para la simple contemplación, que es el mejor de los souvenirs: aldeas,
animales, avenidas, bahías, bosques, cataratas, ciudades, crepúsculos,
cumbres, desiertos, estaciones, estrellas, flores, frutos, hoteles, islas,
jardines, laberintos, lagos, mares, mercados, metrópolis, monasterios,
palacios, páramos, personas, plantas, playas, plazas, pueblos, puentes, ríos,
templos, torres, trenes, valles, villas, volcanes. El lugar en que se
encuentran es casi lo de menos, porque están esparcidos por todos los
continentes y porque este libro es también un atlas cultural, una explicación
histórica que contiene, por decirlo así, una antología del mundo.
Es dulce naufragar en estos mares de tinta y acuarela que nos
presentan Pedro García Martín y Joaquín González Dorao; ellos son
nuestros guías en una exploración por la que avanzamos sin fatiga y nos
enseñan a entender en plenitud y a apreciar con una mirada nueva los
lugares que conocemos y los que no hemos visto o no veremos nunca en
persona. Rememorando los unos y comprendiendo los otros, este libro nos
convierte en parte del paisaje.

José María Micó
Catedrático de Literatura, poeta y traductor

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